Por el Prof. Jorge Ottati
Para todo aquel que se precie de ser uruguayo y que como nosotros hemos abrazado la profesión de periodista deportivo desde toda la vida en un país tan futbolero, la figura del “Negro Jefe”, el gran Obdulio Varela, se hizo parte de nuestra vida convirtiéndose en un mito dentro del ambiente futbolístico de un país pequeño en superficie, pero con un corazón muy grande que hizo trascender sus hazañas al ámbito internacional.
Había nacido en el barrio de la Teja un 20 de setiembre de 1917 y luego de jugar en los potreros que existían cercanos a su casa, a los 20 años se incorpora como futbolista al Montevideo Wanderers, en donde comenzó a forjar su porte como futbolista de gran carácter en la mitad de la cancha. Era un muy buen jugador, bien dotado técnicamente y con un gran sentido de ubicación para leer las jugadas de los rivales. Lo más importante era su personalidad, su liderazgo, lo cual le significaba el respeto de sus compañeros y la admiración de los ocasionales adversarios. Obdulio era el que nunca se daba por vencido, el que alentaba a sus compañeros, el de los grandes triunfos, en un rol que le sentaba a la perfección. Pero tenía un rasgo que siempre lo caracterizó: su bajo perfil, su humildad que muchas veces le llevaba a ponerse nervioso en las entrevistas o simplemente a no realizarlas. Las importantes actuaciones que tuvo con Wanderers ante los equipos grandes le sirven de vidriera y en 1943 en contratado por Peñarol, equipo en el que se mantendría hasta su retiro en 1955. En el carbonero se consolida como figura indiscutible; se convierte en líder indiscutido y gana las Copas Uruguayas de 1944, 1945, 1949, 1951, 1953 y 1954.
Debutó con la Selección Uruguaya en 1939 en el Campeonato Sudamericano, al vencer a Chile 3 a 2 en el Estadio Nacional de Santiago. Fue internacional en 45 ocasiones y convirtió 9 goles. Fue campeón sudamericano en 1942 jugando con la celeste el torneo que se disputó en Montevideo. Fue capitán del equipo uruguayo que protagonizó el hecho más saliente en la historia de los Mundiales: “El Maracanazo” de 1950 al ganarle a Brasil por 2 a 1 en el Estadio de Maracaná. También fue figura importante en el Mundial de Suiza de 1954, en donde los uruguayos ocuparon el cuarto lugar.
La gran personalidad de Obdulio se consolidó en ocasión de disputarse el IV Campeonato Mundial de Fútbol en la ciudad de Río de Janeiro, en julio de 1950. Brasil, que tenía un poderoso equipo, llegó al último partido de la ronda final habiendo ganado todos sus compromisos sin problemas y goleando a sus rivales: 7 a 1 a Suecia y 6 a 1 a España, mientras que los celestes empataron su primer partido contra España 2 a 2 con un golazo de Obdulio Varela y le ganaron a Suecia por 3 a 2.
Todo estaba pronto para la consagración de los locales, a quienes les servía el empate; era el día indicado, era el lugar, era el equipo; Brasil finalmente iba a concretar un largo sueño: el de ser campeón del mundo… ¿quién se lo podría impedir?
Llegó el día del partido, un 16 de julio, un día soleado que le daba marco al monumental Estadio que había construido Brasil para celebrar ante su gente: el Maracaná.
Casi 200 mil personas presentes, la mayor cantidad de aficionados que en toda la larga historia de los Mundiales presenciaron desde las tribunas un partido final. Los gritos y aplausos saludaron el mensaje emocionado del Prefecto de Río: “Jugadores de Uruguay: el deporte de Brasil los recibe con el corazón abierto. Jugadores de Brasil: 55 millones de brasileños esperan el título mundial. No defrauden esa esperanza”. El primero en aparecer sobre el terreno de juego fue Brasil y el Estadio enloqueció; más tarde lo hizo Uruguay luego de la arenga de Obdulio: “Salgan tranquilos, no miren para arriba. Nunca miren a la tribuna… el partido se juega abajo”. “Cumplidos solo si ganamos. Los de afuera son de palo”, en alusión a lo que algunos dirigentes habían dicho en el vestuario antes del partido, que al haber llegado a la final estaban cumplidos.
A las 14 y 55 horas, los corazones de todos los presentes se estremecieron cuando movió el balón Ademir del centro del terreno, y nuevamente se sintieron los cohetes, los gritos de aliento y los aplausos que bajaban de la tribuna al inmenso césped de Maracaná. Brasil sale impetuoso a liquidar rápidamente el partido; sus jugadores se mueven con ritmo de samba provocando el delirio de los fanáticos, pero encuentran un muro infranqueable de once leones celestes en donde mueren todas sus ilusiones. El primer tiempo finaliza 0 a 0 y en los rostros del público comienzan a verse los primeros síntomas de preocupación, mientras que los uruguayos se agigantan.
El ingreso del seleccionado local para el segundo tiempo es apenas saludado por espaciados aplausos de sus seguidores, contrastando con lo que había sido el recibimiento inicial. A los dos minutos del complemento, Friaça se escapa por derecha de sus rivales y convierte el gol para Brasil. La gente se pone de pie para festejar, pero interrumpen sus gritos al observar que el capitán uruguayo, con la pelota bajo el brazo, le protesta al árbitro al decir que Friaça estaba adelantado y que el línea había levantado su banderín. Como el árbitro Reader era inglés, llamó a un intérprete que tardó en llegar y nadie entendía lo que pasaba, solo el gran capitán: “Yo había visto que el línea había levantado la bandera y luego la bajó. Todo el estadio me insultaba, pero yo, que había jugado en canchas con el público al lado, no me iba a asustar. Me di cuenta que si no enfriábamos el partido nos iban a liquidar. Lo que hice fue demorar el juego para darle confianza a mi equipo”, comentó años después.
Uruguay reinició el juego, y cuando sus compañeros le preguntaron a Obdulio qué pasaría, muy suelto de cuerpo les dijo: “Bueno, ahora hay que ganarles a estos japoneses” (término que siempre utilizaba cuando hablaba de extranjeros).
Los celestes continuaban luchando con todas sus fuerzas, apretando los dientes en cada una de las incidencias, confiando en ellos mismos; por ello no extrañó que Ghiggia se le escapara al marcador Bigode por la derecha y antes de llegar a la línea final enviara un centro hacia atrás para Schiaffino, que entraba por el medio y el talentodo futbolista remató para convertir el gol del empate, lejos del alcance del meta rival Barbosa. Se jugaba el minuto 58 y el silencio se apoderó de todos los presentes en la inmensidad de Maracaná, como si se presagiara un triste final. Brasil sintió el impacto anímico y terminó de derrumbarse a falta de diez minutos para el final, cuando Alcides Edgardo Ghiggia recibió de Julio Pérez, se le escapó nuevamente a su marcador y desde una posición sesgada batió a Barbosa para convertir el segundo tanto celeste, el gol más famoso y recordado en la historia del fútbol mundial.
Ahora sí. La historia la habían escrito un puñado de uruguayos y el público respondía con su silencio y sus lágrimas, porque todo estaba previsto en Maracaná… menos el triunfo celeste. Hasta el propio Jules Rimet, quien era el Presidente de FIFA y el encargado de entregar el trofeo al capitán, se confundió, porque cuando entró al túnel rumbo al terreno de juego, el transitorio empate le estaba dando la victoria a Brasil, pero al pisar el césped la historia era otra. Los uruguayos eran los que celebraban; atónito, ante un resultado inesperado y no pudiendo realizar los festejos previstos para coronar a Brasil, al término del partido Rimet se encontró con Obdulio Varela y simplemente le entregó el trofeo, sin que se realizara ninguna ceremonia de premiación. ¡¡¡Uruguay era otra vez era el mejor del mundo!!!
Años más tarde, cuando muchos periodistas queríamos hacerle algún reportaje a Obdulio, él siempre contestaba lo mismo: “Maracaná no me pertenece, no es mío; es de la gente que lo disfrutó. Estaba bravísima la cosa, porque Brasil era una verdadera máquina. Ganamos porque impusimos nuestra guapeza y supimos de qué manera manejar el partido, con un plantel que tenía un promedio de 28 años. Ellos sintieron el rigor y la presión que les metieron antes del partido”.
La trascendencia de Obdulio en el terreno de fútbol nacía de la manera que tenía de entender la vida; un hombre franco, honesto, trabajador, y que decía siempre lo que pensaba. Toda una generación de futbolistas en Uruguay le deben mucho al “gran capitán”, al héroe de Maracaná, aunque nunca aceptó que así se lo mencionara y muchas veces recordaba lo mal que se habían portado algunos dirigentes con el plantel campeón. El 2 de agosto de 1996, con su fallecimiento, sufrimos la pérdida de uno de los mayores símbolos del fútbol uruguayo, que siempre jugó con pasión en las canchas y que llenó de orgullo y satisfacción a todos los uruguayos. Por ello, nada sería más indicado y justo para Obdulio Jacinto Varela que tener otro monumento de bronce en las afueras del Estadio Centenario y así perpetuar el legado sagrado de la celeste.